lunes, 2 de noviembre de 2015

REFLEXIONAR Y MEDITAR
No sé si alguna vez ya se lo he comentado. Si es así, perdónenme que insista. La reflexión es uno de los pilares de la vida. Lo es la que nos ayuda a tomar decisiones equilibradas, a evaluar los pros y los contras de los acontecimientos, la que guía la prudencia para no dejarnos llevar por el primer impulso. Es cierto, que hay momentos en los que el reflejo es la mejor acción, son  sólo situaciones de urgencia, no cotidianas. Así mismo es verdad que pecamos de camuflar en reflexión nuestra indecisión.
La reflexión debería sernos tan consustancial como la respiración. De hecho, la podemos practicar en toda circunstancia. Mientras caminamos o esperamos, mientras fregamos o planchamos, mientras bajamos o subimos. ¿Lo hacemos?  Menos de lo que realmente podemos y debemos. La razón: llenamos de sonidos y ruidos nuestra existencia. Ahí están los caminantes, los paseantes y los corredores con sus cascos, los sedentes con sus televisores, sus ordenadores y sus móviles, todos con nuestras prisas.
Necesitamos del silencio y la soledad. No es tan difícil lograrlos. ¿Acaso no podemos reflexionar al andar, al conducir, al hacer cola? ¿Y al cocinar, al barrer, al recoger? No en vano santa Teresa de Jesús decía que Dios también anda entre pucheros. Para verlo sólo hace falta que desintonicemos de nuestros ruidos y cantos de sirena y pongamos el dial de nuestra alma en la frecuencia del espíritu.
Eso nos evitaría muchos disgustos. Y a los demás. Y nos quitaría de ver tantas sandeces en las redes sociales y en los medios de comunicación. Eso expresar lo que se nos ocurre, supuestamente ingenioso o gracioso, sólo hace que alimentar un huracán de insidia que destroza todo lo que toca. Si reflexionásemos más y fuéramos menos vanidosos, nos ayudaríamos de verdad.
Y ya no les digo si meditásemos, si confrontáramos nuestra vida con nuestros valores. Seguro que mejoraríamos mucho y el mundo que nos rodea también. Y por extensión, por efecto mariposa, el universo al completo.

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