No sé si alguna vez ya se lo he comentado. Si es
así, perdónenme que insista. La reflexión es uno de los pilares de la vida. Lo
es la que nos ayuda a tomar decisiones equilibradas, a evaluar los pros y los
contras de los acontecimientos, la que guía la prudencia para no dejarnos
llevar por el primer impulso. Es cierto, que hay momentos en los que el reflejo
es la mejor acción, son sólo situaciones
de urgencia, no cotidianas. Así mismo es verdad que pecamos de camuflar en
reflexión nuestra indecisión.
La reflexión debería sernos tan consustancial como
la respiración. De hecho, la podemos practicar en toda circunstancia. Mientras
caminamos o esperamos, mientras fregamos o planchamos, mientras bajamos o
subimos. ¿Lo hacemos? Menos de lo que
realmente podemos y debemos. La razón: llenamos de sonidos y ruidos nuestra
existencia. Ahí están los caminantes, los paseantes y los corredores con sus
cascos, los sedentes con sus televisores, sus ordenadores y sus móviles, todos
con nuestras prisas.
Necesitamos del silencio y la soledad. No es tan
difícil lograrlos. ¿Acaso no podemos reflexionar al andar, al conducir, al
hacer cola? ¿Y al cocinar, al barrer, al recoger? No en vano santa Teresa de
Jesús decía que Dios también anda entre pucheros. Para verlo sólo hace falta
que desintonicemos de nuestros ruidos y cantos de sirena y pongamos el dial de
nuestra alma en la frecuencia del espíritu.
Eso nos evitaría muchos disgustos. Y a los demás. Y
nos quitaría de ver tantas sandeces en las redes sociales y en los medios de
comunicación. Eso expresar lo que se nos ocurre, supuestamente ingenioso o
gracioso, sólo hace que alimentar un huracán de insidia que destroza todo lo
que toca. Si reflexionásemos más y fuéramos menos vanidosos, nos ayudaríamos de
verdad.
Y ya no les digo si meditásemos, si confrontáramos
nuestra vida con nuestros valores. Seguro que mejoraríamos mucho y el mundo que
nos rodea también. Y por extensión, por efecto mariposa, el universo al
completo.
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