domingo, 29 de noviembre de 2015

MIEDO Y VALOR


El miedo es el arma preferida del Mal. Sea el grado que sea, desde la más pequeña fobia al terror más intenso, siempre el Acusador trata de someter voluntades, personas y almas por medio del miedo. Miedo a sufrir pero también a disfrutar, miedo a no tener y a tener, miedo a ser y a no ser; a dar sentido  a los acontecimientos y a no encontrarlo, a la incertidumbre, a la impotencia, a ser hombres limitados y no ser dioses.

El Divisor convierte nuestro mayor don, la libertad, en nuestor talón de Aquiles. Usando el miedo  nos hace dudar de nuestras guías, de nuestros valores, de nuestros decálogos y transforma la falta de certeza y de seguridad propia de la limitación de las decisiones y acciones humanas en un gusano que corroe mente, espíritu y cuerpo, corrompiéndolos.  

De esa manera el Terrorista nos empuja a la envidia, al complejo de inferioridad, al narcisismo, al egoísmo, a la soberbia. Luego nos guía hacia el odio, hacia la violencia,  la agresión, al asesinato, al fatricidio, al parricidio. A Abel y Caín.

Al Caos sólo se le puede oponer respeto a los propios principios y perseverancia en nuestros valores. Su renuncia, la huida es el comienzo de la victoria de los terroristas, que ve conseguido el primero de sus objetivos: meter miedo. A partir de ahí su fuerza sólo hará que crecer. Ante nosotros y ante aquellos que dependen de nuestra resistencia.

Tener miedo es normal. Tener la tentación de esconderse también. Pero no sólo hay valor en las gestas épicas. El valor es dominar el miedo y resistir, negarse a apostatar de las creencias, a ceder un ápice de la vida. Aunque el resultado pueda ser la muerte. Porque creemos que Dios nos ha hecho a los hombres libres hasta poder negarle y matarle, iguales hasta el punto de que ser todos diferentes, fraternos hasta elevarnos a hermanos de su Hijo y por tanto hijos suyos.

Para adquirir ese valor es necesario que nosotros mismos nos transformemos de tal manera que esas  inclinaciones de las que se sirve el miedo, que se resumen perfectamente en los siete pecados capitales, no nos dominen. Ese es el principio de nuestra victoria, que se expresará en uan frase que he leído en Twiter estos días: "Dejemos de tener opiniones y empecemso a tener criterio".

(Publicado el  17 de noviembre en "El Día de Valladolid")

sábado, 7 de noviembre de 2015

CIUDADANOS



No, no les voy a hablar sobre el partido político. Puede que en alguna cuestión que exponga coincida con ellos y en otras con otros partidos políticos. Al fin y al cabo, esa es su finalidad: concretar en la acción política lo que voy a comentar. Otra cosa es que lo hagan. Es el verdadero problema: dejar de representar a los ciudadanos y dedicarse a defender intereses de grupo, sea el propio o de un lobby, ya político, ya económico.
No es nada nuevo lo que voy a compartir con ustedes. Ni porque sea idea original mía, la tuvieron antes que yo grandes pensadores y grandes políticos, ni porque sea la primera vez que lo haga, ya he dedicado total o parcialmente otros artículos a ello. Pero creo que es importante recordar la idea: somos ciudadanos no vasallos, ni súbditos, ni miembros de una facción, ni de una tribu, ni de un grupo, ni de una nación.
La democracia occidental se fundamenta en los derechos y obligaciones del individuo, persona en cuanto a su condición humana, ciudadano en cuanto a su ejercicio político, igual ante la ley, sea cuál sea su sexo, su raza, sus creencias, su economía, su idioma… El territorio no otorga ventajas ni privilegios, no diferencia ni excluye excepto el que define el ámbito donde actúa esa democracia.
Es decir, los gobiernos han de mirar por el buen ejercicio de todos los derechos y obligaciones de cada uno de sus ciudadanos, que son los titulares de ellos y no ningún grupo, territorio, nación, ni comunidad de vecinos, sea cuál sea la localidad o localidades en las que viva.
Por eso, en buena lógica el tiempo debería llevar a una única democracia global, ya que todos los hombres somos personas con derechos  y obligaciones individuales, no de grupo, y ciudadanos que toman decisiones políticas para el bien común. Otra cosa es que uno esté muy orgulloso de su tierra y de la historia de sus antepasados. Pero eso no le otorga privilegios ni le hace mejor o peor ciudadano. Eso depende de la condición moral de la persona.  

lunes, 2 de noviembre de 2015

REFLEXIONAR Y MEDITAR
No sé si alguna vez ya se lo he comentado. Si es así, perdónenme que insista. La reflexión es uno de los pilares de la vida. Lo es la que nos ayuda a tomar decisiones equilibradas, a evaluar los pros y los contras de los acontecimientos, la que guía la prudencia para no dejarnos llevar por el primer impulso. Es cierto, que hay momentos en los que el reflejo es la mejor acción, son  sólo situaciones de urgencia, no cotidianas. Así mismo es verdad que pecamos de camuflar en reflexión nuestra indecisión.
La reflexión debería sernos tan consustancial como la respiración. De hecho, la podemos practicar en toda circunstancia. Mientras caminamos o esperamos, mientras fregamos o planchamos, mientras bajamos o subimos. ¿Lo hacemos?  Menos de lo que realmente podemos y debemos. La razón: llenamos de sonidos y ruidos nuestra existencia. Ahí están los caminantes, los paseantes y los corredores con sus cascos, los sedentes con sus televisores, sus ordenadores y sus móviles, todos con nuestras prisas.
Necesitamos del silencio y la soledad. No es tan difícil lograrlos. ¿Acaso no podemos reflexionar al andar, al conducir, al hacer cola? ¿Y al cocinar, al barrer, al recoger? No en vano santa Teresa de Jesús decía que Dios también anda entre pucheros. Para verlo sólo hace falta que desintonicemos de nuestros ruidos y cantos de sirena y pongamos el dial de nuestra alma en la frecuencia del espíritu.
Eso nos evitaría muchos disgustos. Y a los demás. Y nos quitaría de ver tantas sandeces en las redes sociales y en los medios de comunicación. Eso expresar lo que se nos ocurre, supuestamente ingenioso o gracioso, sólo hace que alimentar un huracán de insidia que destroza todo lo que toca. Si reflexionásemos más y fuéramos menos vanidosos, nos ayudaríamos de verdad.
Y ya no les digo si meditásemos, si confrontáramos nuestra vida con nuestros valores. Seguro que mejoraríamos mucho y el mundo que nos rodea también. Y por extensión, por efecto mariposa, el universo al completo.